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Noticia: La Vanguardia (edición digital)


Cómo muere un olmo

Miércoles, 25/05/2005

La directora recorre con la cámara los campos de su aldea natal para mostrarnos, desperdigados, indicios que evocan "una génesis del mundo".

Algunas veces, en la humildad de una ópera prima descubrimos una obra que sorprende y conmueve, ante la cual reaccionan los artistas que la preceden. Y los que ven en su actitud un espejo de cómo encarar la primera creación con vocación de permanencia. Es el caso de la exploración del tiempo que realiza Mercedes Álvarez en su película "El cielo gira". Nos referiemos a ella, como un eco que no cesa.

De todas las películas surgidas del máster en Documental de Creación de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, El cielo gira es probablemente la que muestra un propósito más diferenciado y personal; también la que -junto con Monos como Becky, de Joaquín Jordá, y En construcción, de José Luis Guerín- suscita un debate más hondo respecto al tema de la incorporación al registro documental de formas que tradicionalmente han sido privativas de la ficción. En su desnudez, en su humildad, en su fragilidad, la película de Mercedes Álvarez encierra, desde un punto de vista narrativo, una compleja ambición: el intento de reunir, en un mismo plano, el flujo de la conciencia individual y la crónica de los últimos habitantes de un pueblo condenado a la extinción. Se trata, en lo esencial, de un retorno al Origen después una larga ausencia, al paisaje del nacimeinto cristalizado en la imagen de una loma, que la narradora -es su voz la que nos guía- emprende impulsada por el deseo de rescatar de la niebla del tiempo no tanto el trazo esencial de la identidad como el primer latido de la sangre -ella tenía tres años al emigrar del lugar-, una experiencia anterior no sólo a la Historia sino también a la memoria personal.

Se comprende que El cielo gira nada tenga que ver con una vuelta idealizada a la naturaleza, mucho menos con la búsqueda de lo pintoresco o la exaltación de una humanidad en estado primitivo, tradicionales tics del reportaje televisivo. Su intención, insisto, es otra: desde la asunción del exilio, averiguar qué queda, si algo queda, en el lugar de los Orígenes, oír de nuevo su respiración, palpar su piel, recrear sus colores a punto de desvanecerse. Un tema de arraigo tradicional en la novela, que, en este caso, se manifiesta en el empleo de la primera persona del singular -ahí es nada, en una película que circula por las aduanas de medio mundo con el sello del documental-, rasgo diferenciador que sitúa el arranque del relato en una dimensión interior, más próxima, para entendernos, al enunciado ("Anoche soñé que volvía a Manderley") de Rebeca, de Daphne Du Maurier, que a los sintagmas propios del documental social.

El objeto de la película no reside tanto en la recuperación de un pasado personal como en su reinvención a través de imágenes y sonidos

Aldealseñor es un pueblo olvidado en los páramos de Soria, que vive sus días postreros, los de su agonía como comunidad. Exiliados de esa modernidad que difunden a los cuatro vientos los pregoneros del Estado, todos sus moradores doblan ya la última vuelta del camino, llevando a cuestas su más valioso caudal: la memoria de un tiempo que ya se fue. A través del rodaje de la película, a Aldealseñor regresa el último ser humano que allí nacio, de tal modo que El cielo gira no puede dejar de ser, al menos en una primera instancia, la crónica, el diario, el cuaderno de apuntes de ese retorno.

El papel de la cineasta en este trance es doble. Narradora y exploradora a la vez, tiene que afrontar la prueba de convertirse ella misma en recipiente y objeto de una revelación. De ahí que, como para protegerse del vértigo que puede experimentar, necesite establecer una distancia, o lo que es igual: incluir en su aventura una persona -especie de alter ego- que actúe como médium; en definitiva, un aliado. Lo ha encontrado en Pello Azketa, un artista pintor. Si Mercedes Álvarez le ha elegido no es solamente porque su actividad profesional tenga que ver con la representación de la imagen, sino también, y muy primordialmente, por su condición física; es decir, alguien que palpa el mundo con sus pinceles desde el exilio de la ceguera. Más que como hilo conductor del relato, Azketa desempeña el papel de agente provocador de la acción -dos de sus cuadros abren y cierran la película-, como una especie de lazarillo -paradoja máxima- de la narradora, pero, sobre todo, a la manera de un personaje de ficción. Si aparece en la aldea no es por casualidad: está allí porque ha sido invitado a participar en el rodaje, lo cual revela la necesidad de la cineasta de dar cauce al componente de ensoñación -fantasma y deseo- presente en la inspiración de la película. Y ese cauce no puede ser otro que el del lenguaje, el proceso por el cual la toma documental ordenada y articulada con arreglo a una visión se convierte definitivamente en escritura.

En este sentido, la misión de Pello Azketa consiste esencialmente en tomar ese paisaje que no conoce, y que probablemente jamás habría conocido de otro modo, como motivo de una de sus últimas pinturas. Es pues en virtud de su arte, de la capacidad para revelar el mundo a través de su mirada, que ha sido convocado. Ahora bien, sucede una cosa: esa mirada es, en la actualidad, prácticamente ciega. Actuando bajo mandato ¿cuál puede ser entonces el significado de su presencia? Probablemente el descubrir en relación al lugar aquello que a un espectador convencional se le escapa. Esta es, al fin y al cabo, la cualidad típica del artista. Con un rasgo añadido: que, en este caso, más que nunca, al carecer el sujeto de visión plena, es el interior quien manda.

El tema pictórico del parecido o de la semejanza entre motivo y representación, propio del realismo, está aquí descartado. El pintor apenas puede percibir el paisaje frente al cual se sitúa, y además -como la narradora- tampoco guarda memoria del mismo: nunca, ni siquiera cuando sus ojos estan sanos, lo conoció. ¿De qué medios se servirá entonces para aprehender el espíritu -forma y color- de esa tierra desconocida? Fundamentalmente del eco que todo lo que respira a su alrededor suscita en su conciencia. Una conciencia que se diría en estado permanente de vigilia, que se sirve del sentido del oído, del olfato y sobre todo del tacto, atenta a la captura de las cosas, a su dimensión material -peso y volumen-, a su situación en el espacio. Palpar el tronco de un olmo muerto, en el que toda la leyenda del pueblo están inscrita; escrutar una loma con un catalejo, reinventar el paisaje con las manos: en eso radica su tarea.

Paisaje e historia, rescatándolos del olvido, la directora recorre con la cámara los campos de su aldea natal para mostrarnos, desperdigados aquí y allá, indicios extraordinarios que evocan -nos dice su voz- "un tiempo original, una génesis del mundo": huellas prehistóricas de los dinosaurios, ruinas seculares de una ciudad legendaria -Numancia-, un castro celtíbero, un dólmen, un palacio que fue torre morisca, los restos de una villa romana aflorando a la superficie de la tierra en la punta de un arado... Trazos de la aurora del tiempo, vestigios del paso de las civilizaciones conviven con los signos de la furia redentora del Progreso: los molinos gerenadores de nuevas energías, un hotel de lujo, unidos a la incipiente presencia de una nueva inmigración (el pastor y el atleta magrebíes), componiendo todos juntos la silueta del futuro.

El cielo gira se constituye -y ese es uno de sus méritos- en un testimonio fiel de este transito, cuyos signos contempla de una forma tan serena como pudorosa, de la que no está exenta el humor -basta ver la secuencia que refleja el paso fugaz, casi furtivo, de los representantes de los partidos políticos en misión de propaganda electoral-, con el oído siempre atento a sus ecos: el fragor de una guerra actual despierta el recuerdo de otra, civil, ya muy lejana. Pruebas todas ellas del especial talento de la realizadora para la síntesis, como sucede en la escena en que Silvano, uno de los vecinos, que se distingue por rastrear el cielo con su telescopio, juega a la tanguilla en el solar del frontón; un único sonido -el de las piezas metálicas rebotando en la pared- ritma el testimonio fotográfico de la inauguración de la fuente del pueblo por las autoridades franquistas de la época, componiendo uno de los pasajes más conseguidos de la obra.

Pasado y presente van dejando así, poco a poco, grabadas sus huellas en la experiencia. Huellas que tienen algo de fundadoras, hasta el punto de que, a la postre, el objeto de la película no resida tanto en la recuperación de un pasado personal -lo no vivido difícilmente puede volver- como en su reinvención a través de las imágenes y los sonidos, para así mejor fijar una historia capaz de albergar para siempre, en un mismo movimiento, a los vivos y a los muertos. De ahí que, situado frente al paisaje primordial entrevisto desde la casa natal de la narradora, la labor de Azketa, renovando una vez más el acuerdo mítico entre el cine y la pintura, no consista en reproducir sus contornos reales sino en devolverle su aura original.

En el final de El cielo gira, Antonino y José, los dos amigos que han sostenidos los diálogos quizá más esenciales de la película, suben caminando la loma que domina Aldealseñor mientras hacen un breve y enjundioso repaso de sus vidas, desde la infancia a la vejez. Mercedes Álvarez los filma a distancia, en un gran plano general, como figuras en un paisaje. Poco a poco, a medida que sus pasos les conducen a la cima, se van convirtiendo en siluetas, hasta que se pierden en el resplandor del cielo. Lo que la cámara capta en ese momento no es otra cosa que el tránsito conmovedor de la vida humana -y de la palabra que la acompaña- justo antes de desvanecerse en el tiempo, absorbida por la luz, abrazada por el silencio. Es el momento de que la pintura -ese lenguaje que calla-, entre de nuevo en escena para cerrar el vaivén de este relato fronterizo entre dos mundos, el que viene y el que se va. Lo anunció la directora al observar el cuadro de Pello Azketa que abre la película: "Dos niños se asoman al borde de un pantano en cuyas aguas algo ha desaparecido o está a punto de aparecer".

Filmando a una humanidad en trance de agotarse, reconciliando en un mismo gesto el arte y el documento, El cielo gira -en su desnudez, en su humildad, en su fragilidad- es una de esas películas, tan escasas hoy en día en las cuales el cine vuelve a cumplir una de sus funciones primordiales: religar la experiencia del espectador al mundo.

VÍCTOR ERICE

Víctor Erice es director de filmes esenciales como "El espíritu de la colmena" y "El Sur". Su película "El sol del membrillo" fue elegida como la mejor de los años 90 por una votación internacional de críticos y directores de filmotecas y de festivales de todo el mundo.

 

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