Opinión: El Cielo Gira.
Viernes, 20/05/2005
La firma. Fermín Herrero.
Hay en "EL CIELO GIRA", de Mercedes Álvarez (al margen de sus evidentes virtudes cinematográficas que no soy el más indicado para glosar dadas mis limitaciones en esta materia) un amor, una ternura, un mimo tan cuidadoso en el acercamiento a los vecinos de su pueblo natal y, al mismo tiempo, un pudor, una debida distancia, sobrecogedora, en la visión del paisaje de estas tierras de Soria, un respeto, en definitiva, tan poco usual, en ambos casos, que por sí mismo delata la trivialidad en la que nos han enfangado los medios de comunicación, el cine y el arte en general y que, lo que es peor, afecta a nuestra mirada hacia lo cotidano, cuya hermosura está ahí, en medio del ruido imperante. Está ahí, pero no la vemos, no la sentimos. Y esta ópera prima (increíblemente nada denota en ella impericia o desborde) nos la revela, la desnuda para engrandecerla.
Por si esto no fuese suficiente, con qué austeridad, con qué paciencia y sutileza se acerca al espíritu del lugar a través del tiempo, esa sucesión de civilizaciones que desaparecieron como si nada, de "ciudades sumergidas" impresas ya en el albor de las icnitas y luego en el dolmen de Carrascosa o en las piedras de los castros celtíberos, en los enseres, en fin, que afloran con las labores agrícolas. Porque es una película sobre la ruina y el abandono, mejor dicho, es un testimonio, casi un alegato contra la despoblación, pues pretende dejar memoria de algo que se muere, que se está muriendo sin que nadie le preste atención. Las piedras que se conservarán, como las de esas arcaicas civilizaciones, no prodrán hablar y en ese sentido alguien debe dejar constancia, debe retratar, antes de que sucumba por completo, el hilo de vida de los pueblos y, por extensión, los estertores de esta cultura rural en Occidente. Y acaso habría que apuntar, en relación a la lectura global de la película, que nunca se nombra Aldealseñor, sino que se alude al genérico la aldea -aunque, a su vez, es común en la zona denominar al pueblo sencíllamente así, la Aldea, de forma apocopada.
De ahí, también, el correlato del pintor Pello Azketa, sumiéndose poco a poco, apagándose. En su caso, como consecuencia de una enfermedad ocular. Del mismo modo que él desea pintar, a duras penas, guiándose a veces por otras pupilas, un vislumbre del campo, la realizadora va paseando su cámara por la geografía física y humana del pueblo, fijando en el tiempo su destino.
De lo anterior se infiere, pues, que a la película le han colgado el sambenito de documental, o al menos así ha sido catalogada en varios festivales, de manera injusta. Tal vez porque en lugar de los procedimientos narrativos al uso se apoya en recursos de raíz poética como la rima interna mediante fotogramas idénticos o con ligeras variantes, el citado paralelismo con el pintor, el montaje por atracción, la condensación elíptica (tremendo el hueco de la silla retirada como símbolo de la muerte del tío), la antítesis entre lo natural y lo postizo y tanta metáfora dispersa, como la del olmo horadado por la grafiosis, desenterrado y convertido en "monumento" delante del futuro hotel. En fin, no conviene apurar las posibilidades connotativas de la película, que son tarea y gozo de cada espectador.
Sobrepasa, por otro lado, el marbete de documental porque, sin ningún alarde retórico ni subrayado, Mercedes Álvarez elude dos tentaciones en las que podía haber incurrido con facilidad: la del realismo plano que caracteriza a muchos documentales y que, aparentando ser lo contrario, es la otra cara del mismo realismo falso impuesto por las películas del espectáculo (prácticamente todas); y la de la chusquedad demagógica de lo tradicional o lo etnográfico (cómo se agradece que no aparezca la verbena de la fiesta, o una jota olvidada, o el ritual de la matanza, no porque en sí sean deleznables sino por el uso que se acostumbra a darles), que únicamente se atisba, que recuerde, como en sordina, en el sonido de la tanguilla que enhebra fotos antiguas. Frente al realismo, muestra lo real; frente al folclore epidérmico, los hondones de nuestro carácter, lo que pervive. Y estas lindes parecen insignificantes, pero son decisivas para acotar el arte de verdad.
Mas volvamos al principio. El profundo cariño a los lugareños se evidencia en el cuidado con que los escucha, con el que rescata y a buen seguro selecciona su voz más genuina. Aparte del ágora destartalado de la plaza, donde se despacha lo accesorio: la política, el ir y venir de las cosas y la gente, la guerra de Iraq, o de las escenas de la lumbre y otras (qué tacto, también, por cierto, al penetrar en las casas sin exhibir lo innecesario) el significado de la película se vertebra en las conversaciones de los dos viejos "filósofos" del humor y la desgracia. En la del cementerio, de estirpe shakesperiana, estos eternos sepultureros de "Hamlet" desgranan ya su juicioso escepticismo, que a veces deriva en retranca, su sensatez sin aspavientos que desbroza lo importante del ornato fatuo, que invalida la huera palabrería, tanta metafísica a la violeta del mundo actual, tanto desperdicio (de una manera aún más sucinta el pastor, recostado contra un chozo, que ha convivido desde siempre con el ganado, reduce, despacha la existencia con monosílabos: bah, bueno, vaya vida esta...). O luego en el huerto, qué sapiencia tranquila. Qué serenidad sobre el terrón del surco o el del camposanto, no menos terribles en cuanto a la condición humana que el lejano y simple camino de las estrellas sobre el que también se especula. O la escena final en la que se funden al cabo el paisaje y los ancianos, lo leve y lo grave de la vida, el hombre y la tierra con la primera imagen de la infancia de la directora. Diríamos a este respecto, al modo de Lao Tse, que "comprender de dónde vienes; esa es la esencia de la sabiduría".
Esa lucidez en boca de aquellos que seguramente no pudieron ir, o poco, a la escuela constituye un severo aviso (por contraste, en ausencia) contra la falacia de la cultura de hoy, de lo que se entiende como tal, contra su superficialidad saturada de información prescindible, que acaba por ahogar lo sustantivo. Una denuncia del posmodernismo imperante, hueco oropel. ¿O acaso puede afirmarse que, pongamos por caso un cineasta de la "movida" tiene una cultura más asentada que estos cascarrabias estoicos, dueños de un cada vez más infrecuente sentido común?
Igualmente, la aproximación al campo justificaría por sí sola la película. Mercedes Álvarez ha logrado resumir (y es difícil, hasta Sorolla se rindió) la luz cambiante de las tierras altas, captándola con sobriedad al paso, al ritmo de las estaciones, sin alterar el devenir de lo natural de la misma manera que se mantiene respetuosa con el transcurso de la rutina del pueblo. Las nieblas, la cellisca, la tormenta, ese color pardo, indefinible, sus matices que Pello Azketa (contrapunto y testigo en esta contemplación) trata agónicamente de entender. El cierzo en la sierra, el eclipse de luna, incluso lo mínimo, lo primoroso del sol avanzando sobre un barbecho o un sembrado, no me acuerdo muy bien. Los que llevamos mucho tiempo tratando de avecinarnos al alma, al aire de estos parajes, agradecemos mucho esta certera fijación.
Otra línea argumental se desarrolla, diacrónica, entre el pasado remoto y el futuro cercano. Para desactivar las ínfulas del turismo rural, su frecuente impostura disfrazada de márketing, qué mejor que la escena introductoria donde "la Sara de Bretún" comenta con su autenticidad de guía naif, "avant la letre", esas huellas gallináceas en la roca; o, después, la reconstrucción del palacio con paneles que semejan paredes medianeras, ante la desconfianza de tertulianos de delante de la iglesia. Y sin embargo no se cae nunca en la descalificación fácil, no se juzga a la ligera, como tampoco se hace con la instalación del parque eólico, símplemente se expone, porque puede ser que lo artificioso sea el único mañana.
"El cielo gira" está, no cabe duda, en la estela de Erice y Guerín. Con éste, cuando menos, hay una correspondencia clara en ese dejar charlar a los parroquianos para sacar lo mejor de ellos que el director de "En construcción" ejemplificaba ya en "Inisfree", su memorable película sobre el pueblo donde se rodó "El hombre tranquilo"; de aquel, las transiciones, los fundidos del paisaje, las gradaciones morosas de la luz, la figura del pintor, en general ese ritmo imposible de definir pero primordial en Erice. Y hay, o al menos me lo parece, ecos de la cautela de Theo Angelopoulos en las escenas neblinosas de apertura y de Abbas Kiarostami en la omnipresencia ladera con árbol solo al fondo y en las escenas de las máquinas excavadoras y de las grúas montando las aspas y los generadores eólicos. Eso sí, siempre a partir de asuntos de máxima trascendencia argumental: la ladera repetida (mirada -en el recuerdo-, pintada -en la memoria-, conversada al final -hacia el olvido-) es la primera imagen del mundo; la niebla se extiende desde el lejano día en que se emigró del pueblo y allí se congeló... Ahora bien, creo que decir Kiarostami, Erice, Guerín o Angelopoulus significa cine con mayúsculas, a secas, situarse en su órbita debería ser aspiración de cualquier cineasta.
Según avanza la película, las imágenes alcanzan una elocuencia extrema, a tal punto que quizás, por poner un pero, cabría exigirle al montaje final un mayor laconismo de la voz en "off", llega un momento en que las metáforas internas se bastan para sostener la trama.
Una película, en suma, conmovedora, que apunta directamente a las honduras de esta tierra. Y ésta es una afirmación que considero objetiva, porque uno ha vivido en un pueblo casi de al lado y entiende bien los giros, los vulgarismos, hasta los puntos suspensivos de los aldeanos y muchas veces sabe en qué dirección está emplazada la cámara y sus ojos han tratado de compartir su profundiad de campo. Pero precísamente por esa inmediatez, con frecuencia se tienden a destacar los defectos en el enfoque e incluso, por qué no confesarlo, se suelen ningunear los méritos del vecino por envidia o por mera cercanía. No caben ante "El cielo gira" estas reservas tan sorianas. Estremece nuestros adentros, nos hace disfrutar y nos enseña, porque nos nombra. Si bien el misterio, que se enuncia al principio, permanece. No en vano es el rastro que deja la belleza, mientras los hombres pasan.
El soriano Fermín Herrero es ganador de diversos premios de poesía,
entre ellos el prestigioso Hiperión, que obtuvo en 1996